Por Miguel Yilales
@yilales
Hace algunos años, cuando ya se vislumbraba la peor etapa de
nuestra era republicana, uno de los más preclaros venezolanos de finales del
siglo XX dirigió un mensaje a la nación que muy pocos escucharon, por no decir que
nadie. Vivíamos una época en la que la política había sido desacreditada por
unos supuestos eruditos que nunca pasaron por la academia, por unos apócrifos empresarios
que amasaron sus fortunas lactando de las ubres del Estado y por unos fingidos intelectuales
de obras desconocidas que nos embarcaron, en un buque de papel maché pegado con
saliva de loro, para que navegásemos en ese mar de leva que es la antipolítica.
Con motivo de la conmemoración del XL aniversario del 23 de
enero de 1958 el insigne maestro Luis Castro Leiva (un título que no le cuadra
a cualquier educador y si no me creen pongo de ejemplo al adulador curiepeño que
ha militado en 5 partidos) pronunció ante nuestro autóctono Areópago, aquel
extinto Congreso Nacional en el que descollaban criollos cicerones por sus preclaras
disertaciones, una brillante pieza de oratoria con demoledoras palabras en las
que cuestionaba como habíamos tratado los asuntos públicos y daba una lección
magistral sobre la integridad, la moralidad y el recto proceder que deberían practicar
todos los que les interese el arte de lo posible (como se conoce a la política
desde que Aristóteles así la definiera) y en la que clamaba porque ella
volviese a ser cosa seria y de ciudadanos responsables de sus obligaciones.
El fin no lo justifica
todo
Pero como dice el dicho popular él no fue profeta en esta Tierra
de Gracia. Cuentan que su temprana e incomprensible partida se debió a la
desolación que sentía por haberse convertido en un majadero, de los que han labrado
en la mar, al tratar que se comprendieran sus sabias monsergas: que quienes él
creía llamados a reconstruir la república se dedicaron a instaurar una republiqueta;
que en lugar de que se generalizara tener políticos formados lo que surgió fue
una casta de faranduleros devenidos en politiqueros; que proliferaran analistas
que basasen sus apreciaciones en lo esotérico, en la adivinación o en el chismorreo;
que no nos pudiésemos deslastrar de los oportunistas de siempre y que aún tuviésemos
inmaduros, de esos que se creen el cuento de que una protesta es una manifestación
de inconmensurable amor, que no entienden que la democracia es más que votar,
que la separación de poderes es más que retórica y que la alternancia en el
poder es más que imponer por mampuesto a un gatopardiano candidato.
Todo esto viene a cuento por la proliferación de algunos apóstatas
en la política que vienen recomendando como se deben hacer las cosas. Ellos alegan
que Nicolás siempre tuvo la razón con aquello de que “el fin justifica los
medios” con lo cual no solo demuestran que jamás se leyeron a El Príncipe de
Maquiavelo (y menos conocen Los discursos sobre la primera década de Tito
Livio) sino que lo usan como aquel bodrio que impuso, como texto de cabecera, el
dictadorzuelo hasta que Boris Izaguirre desentrañó los metamensajes de su
lectura.
Pensar que en estos convulsos tiempos que vive Venezuela es
posible seguir haciendo política a través de la mentira, la manipulación, la
farsa, y los trucos baratos es irresponsable por no decir egoísta, lerdo y
perverso.
Morderse la cola
Estos expertos en política son los mismos que han oxigenado
al régimen en repetidas oportunidades, que abandonan las luchas y a quienes las
pelean y que pactan por posiciones más convenientes para sus propias
candidaturas: actúan como el sempiterno candidato aquel que terminó como
filicida de su propia organización; se comportan como aquellos que en medio del
río decidieron cambiarse de caballo y apoyar al jamelgo Frijolito; se saben colaboradores
de este desastre y aunque montaron tienda aparte cuando no atendía a sus
intereses ahora descubrieron que progresar y avanzar puede ser otra forma de
hacer lo mismo.
Si no entendemos la política como un mecanismo que nos
permita la convivencia colectiva dentro de unos límites éticos y morales
entonces podremos cambiar los nombres de los políticos o de los partidos pero
siempre tendremos a la vuelta de la esquina a un aventurero que crea que para
hacer política no importa la ética, el norte ni el rumbo lo cual nos retrotraerá
cíclicamente, como la serpiente que se muerde la cola, al oscurantismo en que
nos metió el chavismo.
Llueve…pero escampa
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