Por Miguel Yilales
@yilales
Pareciera que el honor, la rectitud, la dignidad y el decoro se fueron
de farra en Latinoamérica. En las iglesias tropezamos con pederastas, votos
incumplidos, terroristas en nombre de la religión y guías de la fe que pierden el
norte para dedicarse a los placeres mundanos de sus relaciones políticas; en la
política nos encontramos, en el poder y en la oposición, que la mentira, el
engaño, la corrupción y la injusticia son el leitmotiv; vemos a padres que justifican que sus hijos lleguen a
casa con un lápiz que no les pertenece; a jóvenes que se copian en un examen
porque no estudiaron y a maestros displicentes con el plagio descarado.
El deterioro es tan descomunal que acabamos de protagonizar
el más grande entramado de corrupción desde la llegada de Colón, donde los
gobiernos de esta parte del mundo mandaron por el retrete su argumento más
manido, la soberanía, para arrodillarse ante una empresa que emponzoñó la
gestión pública de numerosos países para ponerlos al servicio de la tiranía castrocomunista,
del Foro de Sao Paulo y de la putrefacta izquierda internacional.
Porque debemos tener claro que Odebrecht no hubiese existido sin Fidel y Raúl Castro con su poder
para erotizar a los eunucos políticos latinoamericanos, sin Lula con su
capacidad para simular honestidad cuando en realidad era un pillo de siete
suelas, sin Chávez con sus petrodólares para comprar gobiernos, manipular
procesos electorales e impulsar presidentes fantoches y sin el concurso de
muchos bodoques sin moral que se entregaron a los tentáculos del mal para
llenar sus bolsillos con dinero mal habido.
Lupanar de casquivanos
Es qué, cuando no hay decencia ni vergüenza, los atajos están
a la vuelta de la esquina y evadir las responsabilidades es el camino expedito
para la impunidad. Por ello los politicastros latinoamericanos se agarran de
los clichés que justifiquen la toma del poder, mienten y engañan a los más
incautos, se justifican con que el tiempo lo borra todo, critican el populismo
mientras hacen más populismo y aseveran que la probidad está “periclitada”.
Estos rastreros y malintencionados politiqueros han
pretendido tapar sus desaciertos al ritmo del salto la talanquera, al compás del
cambio de partido y con la cadencia de cualquier rebatiña que los aferren al
poder: hoy son progobierno y mañana despotrican de la tiranía que construyeron;
ayer clamaban por más socialismo mientras robaban para darse vida de sibarita
en Nueva York, Roma o París y hoy se presentan como la gran solución capitalista;
antes eran de izquierda, luego alzaron el vuelo para incorporarse al centro y terminarán
abjurando de lo que no huela a derecha.
Frente a esa mayoría de casquivanos, que ha incursionado en
los asuntos públicos del continente, para convertir la política en su lupanar
particular tenemos atisbos de honra que deben llamarnos a la reflexión profunda.
Para un verdadero líder los únicos caminos son enfrentar la justicia para
demostrar su inocencia y en caso de retaliación de sus propios compañeros (que
no perdonan aciertos ni que, a pesar de los desaciertos, mantenga popularidad) ir
a la cárcel o inmolarse para evitar convertirse en el premio que las hienas despiadadas
y salvajes exhibirán por la gradería de la deshonra.
Impera la ignominia
Ante la decisión del expresidente peruano Alan García de no
permitir que “lo humillaran, lo expusieran al escarnio y lo vejaran, a la luz
del odio repetido y de los rumores infundados”, hubo quienes de inmediato lo tildaron
de cobarde por no asumir las consecuencias de sus actos, aseveraron que de
antemano había aceptado su culpabilidad, que había sido impulsivo al no dejar
que actuara la justicia y lo acusaron de ser un bicho raro con ínfulas de guerrero
japonés, donde el harakiri tiene cabida, dentro de una acomodaticia cultura
occidental.
Solo el escrutador tiempo permitirá formar un juicio justo
sobre la decisión de Alan García. No debió haber sido fácil pero sí pensada,
meditada y planificada con anterioridad, según se desprende de su última proclama,
que despejó dudas y puso a más de uno en su lugar. En tiempos en que impera la
ignominia necesitamos más decoro, ahora cuando manda la mentira clamamos por
más verdad, ante el dominio del dolo se hace obligatorio el pudor y hoy en día
cuando la riqueza fácil es preferible al trabajo honesto es cuando más falta hacen
políticos que cumplan su palabra porque sin honor no hay paraíso.
Llueve... pero escampa