viernes, 8 de febrero de 2013

Sobran los disfraces

Miguel Yilales 
@yilales 
Una de las épocas que los niños más esperan en el año, luego de la Navidad, es el Carnaval. 
En épocas pretéritas, pero no tan antiguas, los días estaban llenos de papelillos, carrozas, caramelos, coronación de reina disfraces y vacaciones. Hoy faltan los papelillos, las carrozas, los caramelos, pero… sobran los disfraces. 
En nuestro país, aunque algunos no lo crean, la tradición de jugar con agua, azulillo, huevos y otras sustancias nos llegó desde España. Sin embargo es en el siglo XIX cuando se empieza a refinar la celebración hasta alcanzar su mayor apogeo durante la dictadura del “zar de La Orchila”. 
En esa época surge una tradición, sinónimo de rebeldía o de deseos reprimidos, en la que algunos jóvenes se convertían con una careta negra y un vestido oscuro hasta los pies, en “negrita” por unos días. 
Para un país que vivía un tiempo de opresión, falta de libertad y represión, el anonimato que proporcionaba la tela negra permitía unas horas de libertad absoluta, que algunos aprovechaban para bailar un bolero pegadito y bien sabroso con un muchacho. Algunos se llevaron más de un chasco. 
Es de resaltar que las carnestolendas se asocian al catolicismo, como muchas otras fiestas asimiladas de fiestas paganas. El Carnaval precede a la Cuaresma. Casi siempre es en febrero, cuarenta días antes del primer plenilunio de primavera, que siempre será Semana Santa. 
Febrero es un mes en el que han pasado muchas o pocas cosas, pero nunca han dejado de existir las mascaradas. Será por eso que algunos con deseos reprimidos les han dado por hacerse protagonistas de la historia tras una carátula que les simule ser lo que no son. 
Hoy parece que el truco no es disfrazarse de negrita, sino de hueste tropera. Metidos en ceñidos uniformes militares con antifaz, careta y máscaras, queriendo emular a “su semidiós museístico”, pero pareciéndose más al famoso sargento que, entre metidas de pata, siempre permitía que el enmascarado escapara. 
Hay quienes los disfraces militares no le van, por temor a que los confundan con un desprevenido chofer de tanque. Por eso prefieren inventarse o copiarse su propia indumentaria de afrodescendiente, poniéndose símbolos y gorras, que mimetice su despotismo en democracia. 
No se si existe relación entre disciplina y relajo, entre militares y negritas o entre saltimbanquis y diputados. Lo que sí es cierto, es que en esta revolución bananera y tropical, de verdad que sobran los disfraces. 
Llueve… pero escampa

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